A la hora de
comprar o consultar un poemario, cada cual suele aplicar sus criterios personales,
basados en prejuicios no siempre lógicos, pero con frecuencia explicables.
Quiero decir
con esto, que aunque lo políticamente correcto sea decir que valoramos la
interesante temática de la que hemos oído hablar a sesudos eruditos, suelen
guiarnos además otros criterios que van
desde la apariencia sugestiva de la portada, pasando por el nombre del autor/a,
o la procacidad del título hasta el propio formato y longitud “paginal”, por no
sumar a la lista, la intuición personal que según nuestra experiencia pasada,
nos haga inclinarnos hacia uno u otro lado del “stand” poético.
Lógicamente
para esto último, se requiere que previamente la editorial en cuestión haya
hecho sus tareas, y se haya currado el asunto de la distribución. En este
apartado, suele ocurrir aquello de la Ley de Murphy para las colas del
supermercado u oficina de Hacienda. Siempre eliges la editorial que menos te va
a llevar a ferias del libro o a variadas librerías prestigiosas. Pero retomemos
el titular del artículo presente.
Imaginemos que
ya está en nuestras manos el ejemplar afortunado que ha requerido nuestra
atención y que nos disponemos a leerlo sesudamente o, (en ocasiones así suele
ocurrir en poesía) a salto de mata, según nuestra predisposición o
disponibilidad.
El primer
poema suele tener la responsabilidad de “enganchar” al lector, pero los
avispados lectores con frecuencia “picotean” y pasan velozmente al último o
aleatoriamente a cualquier otro, para establecer inicialmente un criterio
ponderado en el cual el primer poema pueda quedar señalado como especialmente
diferente del resto por su longitud o dedicación especial del escritor.
Sigamos
imaginando que el citado poemario ha superado estos criterios previos y tiene
esa acertada portada y título y esos primeros poemas sugerentes que nos
conminan a seguir leyendo ávidamente.
¿Cuál será la
prueba final que deba superar el poemario para ser leído de arriba abajo con
fruición y así adquirir en nuestro intelecto la categoría de recomendable,
incluso de libro de culto?
Yo apuntaría
cuatro aspectos a tener en cuenta en la consecución de una obra “redonda” y
solamente añado uno, a los tres que en otras ocasiones he señalado para la
valoración de un solo poema, a saber Contenido, Lenguaje poético y Musicalidad.
Este cuarto
aspecto que debe ser necesario y diría
que imprescindible para “llevarse la obra a casa” es la coherencia del propio
poemario. No quiere decir esto que deba tener una línea argumental
incuestionable, de hecho en pocas ocasiones se da este caso, (sirva de ejemplo
Matar a Platón de Chantall Maillard) sino que debe existir un ideario, una
temática interna que defender, en la cual el lector vaya calibrando, al leer el
texto, si esa forma de pensar del autor, es acorde o discordante con la suya
propia. Es decir, el poemario debe tomar partido, implicar, sugerir, motivar y
tratar de llevar al lector a su terreno, consiguiendo que dicho lector pueda llegar
a pensar: “si yo fuera poeta habría escrito esto” o “no estoy de acuerdo para
nada con este ideario, si yo tuviera que escribir sobre esto diría todo lo
contrario”, etc…
Eso es lo que
debe ocurrir, sin que para ello, como he apuntado, deba de haber un único
poema, un único hilo conductor o un solo poemario dentro del libro en cuestión.
En definitiva,
la relación de seguidores que tendrá un buen texto poético, una vez excluidas
las modas pasajeras y propagandísticas
(eso es otro tema para otros especialistas), estará en proporción directa con
la capacidad de hacerle sentirse identificado al lector con el ideario humano
del libro. Eso creo que es lo auténticamente valorable, lo que puede dar a la
obra el “toque de excelencia”, respecto a otras que sucintamente se atienen la
los criterios elementales aplicables a un determinado poema (como apunté Contenido,
Lenguaje poético y Musicalidad).